Las últimas palabras...
Revista Rolling Stone (23 de Diciembre de 1971)
Si uno cree lo que oye, Syd Barrett o bien está muerto o tras las rejas o es un vegetal. En realidad, está vivo y tan confundido como siempre, en la ciudad donde nació, Cambridge.
En 1966-67, Barrett era el guitarrista principal de Pink Floyd. Había bautizado a la banda y escribía la mayor parte de su música, incluso los dos únicos hits que tuvieron hasta la fecha. El estilo extraño de su guitarra electrónica y su presencia de gnomo sobre el escenario lo convirtieron en una figura de culto de under incipiente de Londres, que por entonces empezaba a reunirse en el club UFO y en el RoundHouse. Floyd era una banda de la casa y tocaba hasta bien entrada la madrugada.
Cambridge está a una hora de tren de Londres, Syd no ve a mucha gente en estos días. Ir a visitarlo es como entrometerse en un mundo muy privado. “Estoy desapareciendo”, dice. “Evito casi todo”. Parece muy tenso. Tiene los pómulos hundidos y esta pálido, y sus ojos reflejan un estado de shock permanente. Tiene una belleza espectral que uno asocia con los poetas de antaño. Ahora tiene el pelo corto, despeinado, la cabellera ondulada desapareció, Los pantalones de terciopelo y las botas de piel de víbora demuestran cierto apego al pasado. “Estoy desandando el camino”, sonríe. “En general, no hago más que perder el tiempo”. Camina mucho. “Doce kilómetros por día”, dice. “Se supone que se tiene que nota. Pero no se cómo”.
“Lo siento. No puedo hablar coherentemente”, dice. “Cuesta pensar que alguien esté interesado en mí. Pero bueno, man, estoy entero”. Ocasionalmente, Syd responde directo a una pregunta. Casi siempre sus respuestas son fragmentadas, un flujo de conciencia (las palabras del poema de James Joyce “Golden Hair” están en una de sus canciones). “Estoy lleno de polvo y guitarras”, dice.
Syd hizo tres álbumes en ese tiempo. The Madcap Laughs, el segundo, dice, era bastante bueno: “Como una pintura del tamaño del sótano”. Antes de que Pink Floyd despegara, Barret asistía a la escuela de arte. Todavía pinta. A veces, junglas delirantes con grumos espesos. A veces, piezas lineales. Su favorita es un semicírculo blanco sobre una tela blanca.
En un sótano donde pasa gran parte del tiempo, se sienta rodeado de pinturas y discos, sus amplificadores y sus guitarras. Allí se siente seguro, bajo tierra.
Syd dice que su músico preferido es Hendrix. “Salí de gira con él. Lindsay [una antigua novia] y yo nos sentábamos en la parte de atrás del micro, y él iba adelante; nos filmaba. Pero nunca hablamos de verdad. Era muy cortés. Mejor de lo que la gente sabía de él.”
También se sabe que el propio Syd era de encerrarse, y que se pasaba días sin querer ver a nadie. En sus últimos meses en PF, salía al escenario y no tocaba más que un par de notas en todo un show. “Hendrix era un guitarrista perfecto. Eso era todo lo que yo quería hacer de chico. Tocar bien la guitarra y saltar por ahí. Pero demasiada gente se interpuso en el camino. Siempre fue todo muy lento para mí. Tocar. El ritmo de las cosas. Quiero decir, yo soy un velocista. El problema era que, después de tocar en el grupo unos meses, no podía llegar a ese punto. Puede parecer que me desconecto. Es porque me siento terriblemente frustrado en términos laborales. La realidad es que no hice nada este año, probablemente estuve hablando hasta por los codos, dando explicaciones. Pero lo que tiene no trabajar es que te pones a pensar en términos teóricos”.
Le gustaría armar otra banda. “Pero no encuentro a nadie. Ese es el problema. No sé donde están”.
Syd deja el sótano y sube a una pequeña habitación arreglada, llena de fotos de él con su familia. Era un chico lindo. Llega el té ingles, con torta y bizcochos. Como muchos innovadores, parece que a Barrett no le llegó el reconocimiento merecido, mientras que otros ganaron mucho dinero. “Me gustaría ser rico. Me gustaría tener mucho dinero para mí y para comprarles comida a todos mis amigos. Te voy a mostrar un libro de is canciones antes de que te vayas. Creo que es muy emocionante. Me alegra que estés aquí”. Saca una carpeta que contiene todas sus canciones grabadas hasta la fecha, prolijamente tipiadas, sin la música. La mayoría se sostienen como palabra escrita. A veces simples, líricas, aunque nunca sin un toque de ironía. A veces surrealistas, imágenes que se entrelazan vagamente, ecos de un estado mental que desafía el análisis tradicional. El favorito de Syd es “Wolfpack”, un verso tenso, amenazador, claustrofóbico, que termina así:
Syd piensa que la gente que canta sus propios temas es aburrida. Nunca grabó nada de otro. Saca una guitarra y empieza a rasguear una nueva versión de “Love you” de Madcap. “Trabajé en esta versión ayer. Creo que es mucho mejor. Es mi nueva guitarra de doce cuerdas. Me estoy acostumbrando. Ayer la lustré”.
Syd tiene 25 años y tiene miedo de volverse viejo. “Nunca fui tan introvertido”, dice. “Pienso que la gente joven debería divertirse mucho”. De pronto señala algo que del otro lado de la ventana “¿Viste esas rosas? Son muchísimos colores”.
Syd dice que ya no toma ácido, pero no quiere hablar sobre el tema…“En realidad, no hay nada que decir”. Sale al jardín y se estila en un viejo sillón de madera. “Una vez que te metes en algo…”, dice, con aspecto perturbado. Hace una pausa. “No es fácil hablar de mí. Tengo la cabeza muy irregular. Y no soy nada de los que piensan que soy.”
En 1966-67, Barrett era el guitarrista principal de Pink Floyd. Había bautizado a la banda y escribía la mayor parte de su música, incluso los dos únicos hits que tuvieron hasta la fecha. El estilo extraño de su guitarra electrónica y su presencia de gnomo sobre el escenario lo convirtieron en una figura de culto de under incipiente de Londres, que por entonces empezaba a reunirse en el club UFO y en el RoundHouse. Floyd era una banda de la casa y tocaba hasta bien entrada la madrugada.
Cambridge está a una hora de tren de Londres, Syd no ve a mucha gente en estos días. Ir a visitarlo es como entrometerse en un mundo muy privado. “Estoy desapareciendo”, dice. “Evito casi todo”. Parece muy tenso. Tiene los pómulos hundidos y esta pálido, y sus ojos reflejan un estado de shock permanente. Tiene una belleza espectral que uno asocia con los poetas de antaño. Ahora tiene el pelo corto, despeinado, la cabellera ondulada desapareció, Los pantalones de terciopelo y las botas de piel de víbora demuestran cierto apego al pasado. “Estoy desandando el camino”, sonríe. “En general, no hago más que perder el tiempo”. Camina mucho. “Doce kilómetros por día”, dice. “Se supone que se tiene que nota. Pero no se cómo”.
“Lo siento. No puedo hablar coherentemente”, dice. “Cuesta pensar que alguien esté interesado en mí. Pero bueno, man, estoy entero”. Ocasionalmente, Syd responde directo a una pregunta. Casi siempre sus respuestas son fragmentadas, un flujo de conciencia (las palabras del poema de James Joyce “Golden Hair” están en una de sus canciones). “Estoy lleno de polvo y guitarras”, dice.
Syd hizo tres álbumes en ese tiempo. The Madcap Laughs, el segundo, dice, era bastante bueno: “Como una pintura del tamaño del sótano”. Antes de que Pink Floyd despegara, Barret asistía a la escuela de arte. Todavía pinta. A veces, junglas delirantes con grumos espesos. A veces, piezas lineales. Su favorita es un semicírculo blanco sobre una tela blanca.
En un sótano donde pasa gran parte del tiempo, se sienta rodeado de pinturas y discos, sus amplificadores y sus guitarras. Allí se siente seguro, bajo tierra.
Syd dice que su músico preferido es Hendrix. “Salí de gira con él. Lindsay [una antigua novia] y yo nos sentábamos en la parte de atrás del micro, y él iba adelante; nos filmaba. Pero nunca hablamos de verdad. Era muy cortés. Mejor de lo que la gente sabía de él.”
También se sabe que el propio Syd era de encerrarse, y que se pasaba días sin querer ver a nadie. En sus últimos meses en PF, salía al escenario y no tocaba más que un par de notas en todo un show. “Hendrix era un guitarrista perfecto. Eso era todo lo que yo quería hacer de chico. Tocar bien la guitarra y saltar por ahí. Pero demasiada gente se interpuso en el camino. Siempre fue todo muy lento para mí. Tocar. El ritmo de las cosas. Quiero decir, yo soy un velocista. El problema era que, después de tocar en el grupo unos meses, no podía llegar a ese punto. Puede parecer que me desconecto. Es porque me siento terriblemente frustrado en términos laborales. La realidad es que no hice nada este año, probablemente estuve hablando hasta por los codos, dando explicaciones. Pero lo que tiene no trabajar es que te pones a pensar en términos teóricos”.
Le gustaría armar otra banda. “Pero no encuentro a nadie. Ese es el problema. No sé donde están”.
Syd deja el sótano y sube a una pequeña habitación arreglada, llena de fotos de él con su familia. Era un chico lindo. Llega el té ingles, con torta y bizcochos. Como muchos innovadores, parece que a Barrett no le llegó el reconocimiento merecido, mientras que otros ganaron mucho dinero. “Me gustaría ser rico. Me gustaría tener mucho dinero para mí y para comprarles comida a todos mis amigos. Te voy a mostrar un libro de is canciones antes de que te vayas. Creo que es muy emocionante. Me alegra que estés aquí”. Saca una carpeta que contiene todas sus canciones grabadas hasta la fecha, prolijamente tipiadas, sin la música. La mayoría se sostienen como palabra escrita. A veces simples, líricas, aunque nunca sin un toque de ironía. A veces surrealistas, imágenes que se entrelazan vagamente, ecos de un estado mental que desafía el análisis tradicional. El favorito de Syd es “Wolfpack”, un verso tenso, amenazador, claustrofóbico, que termina así:
Ojos apacibles que reflejan
ElectricidadLa vida que era nuestra se volvió
Más filosaY más fuerte en la distancia y más
Allá. Una primavera lenta, fresca
Amarrada con huesos pálidos Gemía magnesio, proverbios y sollozos.
Syd piensa que la gente que canta sus propios temas es aburrida. Nunca grabó nada de otro. Saca una guitarra y empieza a rasguear una nueva versión de “Love you” de Madcap. “Trabajé en esta versión ayer. Creo que es mucho mejor. Es mi nueva guitarra de doce cuerdas. Me estoy acostumbrando. Ayer la lustré”.
Syd tiene 25 años y tiene miedo de volverse viejo. “Nunca fui tan introvertido”, dice. “Pienso que la gente joven debería divertirse mucho”. De pronto señala algo que del otro lado de la ventana “¿Viste esas rosas? Son muchísimos colores”.
Syd dice que ya no toma ácido, pero no quiere hablar sobre el tema…“En realidad, no hay nada que decir”. Sale al jardín y se estila en un viejo sillón de madera. “Una vez que te metes en algo…”, dice, con aspecto perturbado. Hace una pausa. “No es fácil hablar de mí. Tengo la cabeza muy irregular. Y no soy nada de los que piensan que soy.”
Entrevista con Syd (Febrero de 1983)
Y aquí estoy, delante de esta vieja casa de Cambridge, espero respuesta a mi golpe de puerta. Nada. Vuelvo a llamar. En el jardín, una anciana corta rosas. Una sombra se perfila al fondo del pasillo, y avanza lentamente hasta la puerta.
"Hola". Estamos tan sorprendidos el uno como el otro y nuestras dos voces se superponen. "Te traigo esto, es tu ropa, ¿La recuerdas?. (Nota: el autor se refiere a unas prendas que Barrett dejó olvidadas en el apartamento de Londres en el que vivía hasta hacía un mes).
"¡Oh, sí! ¡de Chelsea! Sí..."
Es un hombre prematuramente envejecido, cansado. Con los cabellos muy cortos, los trazos endurecidos, los brazos caídos. Ha engordado. Su madre no me ha oído llegar, sigue en el jardín trasero. De vez en cuando, Syd lanza una mirada furtiva hacia esa parte del jardín.
Le explico que llevo días buscándole, que estuve en Chelsea y que allí me dieron la ropa para él.
"Gracias", me responde. ¿Pagaste algo? ¿Te debo algo por la ropa?.
"No", le pregunto que hace en la actualidad, ¿Quizá pinta?
"No, acaban de operarme, nada grave. Intento volver a Londres, pero debo esperar. Hay una huelga de trenes en estos momentos. No... no... Miraba la televisión eso es todo".
"¿Ya no sientes deseos de tocar música?"
"No. No tengo tiempo de hacer gran cosa. He de encontrar un apartamento en Londres, pero eso es difícil. Debo esperar...".
De vez en cuando mira el saco de la ropa y sonríe. Intenta continuamente poner fin a nuestra conversación, vigilando a su anciana madre, como si temiera que nos descubriera hablando. ¿Se acuerda todavía de Duggie?
"Euh... Sí... Nunca lo he vuelto a ver... No he vuelto a ver a nadie de Londres".
"Tus amigos te envían saludos".
"Ah... Gracias... Está bien".
Habla y reacciona como todos los desequilibrados que han sido sometidos a largos tratamientos psiquiátricos. Mirar parece haberse convertido en su única ocupación. No es tan extraño que la televisión represente gran parte de su vida.
"¿Puedo tomarte una foto?".
"Sí, claro..."
Sonríe mientras disparo la cámara y poco después...
"Ya basta. No me gusta que me vean... es penoso para mí... Adios".
Mira fijamente el árbol que se alza delante de la casa. Ya no se que decir. "Es bonito este árbol"
"Si, pero ya no... Lo han cortado hace poco... Antes me gustaba mucho..."
Desde el fondo de su casa se oye la voz de su madre. Roger Barrett se gira hacia mí, parece aterrorizado.
"Bien, a lo mejor nos volvemos a ver por Londres. Adiós"
Volviendo me cruzo con el hippy iluminado, que se esconde tras un periódico. Me siento angustiosamente vacío. Todo ha terminado.
"Hola". Estamos tan sorprendidos el uno como el otro y nuestras dos voces se superponen. "Te traigo esto, es tu ropa, ¿La recuerdas?. (Nota: el autor se refiere a unas prendas que Barrett dejó olvidadas en el apartamento de Londres en el que vivía hasta hacía un mes).
"¡Oh, sí! ¡de Chelsea! Sí..."
Es un hombre prematuramente envejecido, cansado. Con los cabellos muy cortos, los trazos endurecidos, los brazos caídos. Ha engordado. Su madre no me ha oído llegar, sigue en el jardín trasero. De vez en cuando, Syd lanza una mirada furtiva hacia esa parte del jardín.
Le explico que llevo días buscándole, que estuve en Chelsea y que allí me dieron la ropa para él.
"Gracias", me responde. ¿Pagaste algo? ¿Te debo algo por la ropa?.
"No", le pregunto que hace en la actualidad, ¿Quizá pinta?
"No, acaban de operarme, nada grave. Intento volver a Londres, pero debo esperar. Hay una huelga de trenes en estos momentos. No... no... Miraba la televisión eso es todo".
"¿Ya no sientes deseos de tocar música?"
"No. No tengo tiempo de hacer gran cosa. He de encontrar un apartamento en Londres, pero eso es difícil. Debo esperar...".
De vez en cuando mira el saco de la ropa y sonríe. Intenta continuamente poner fin a nuestra conversación, vigilando a su anciana madre, como si temiera que nos descubriera hablando. ¿Se acuerda todavía de Duggie?
"Euh... Sí... Nunca lo he vuelto a ver... No he vuelto a ver a nadie de Londres".
"Tus amigos te envían saludos".
"Ah... Gracias... Está bien".
Habla y reacciona como todos los desequilibrados que han sido sometidos a largos tratamientos psiquiátricos. Mirar parece haberse convertido en su única ocupación. No es tan extraño que la televisión represente gran parte de su vida.
"¿Puedo tomarte una foto?".
"Sí, claro..."
Sonríe mientras disparo la cámara y poco después...
"Ya basta. No me gusta que me vean... es penoso para mí... Adios".
Mira fijamente el árbol que se alza delante de la casa. Ya no se que decir. "Es bonito este árbol"
"Si, pero ya no... Lo han cortado hace poco... Antes me gustaba mucho..."
Desde el fondo de su casa se oye la voz de su madre. Roger Barrett se gira hacia mí, parece aterrorizado.
"Bien, a lo mejor nos volvemos a ver por Londres. Adiós"
Volviendo me cruzo con el hippy iluminado, que se esconde tras un periódico. Me siento angustiosamente vacío. Todo ha terminado.
no hay palabras para describir la sensación que me dio, quizas...
ResponderBorrari don`t know
Hey, que interesante! Una pregunta, la última foto es la que se tomó en la entrevista de 1983? es que la he buscado por muchos lados y es la primera vez que la veo.
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